viernes, 16 de febrero de 2018

LA CALLEJA


                                                    -I-


 Aunque sólo estábamos a principio del otoño, la noche era muy oscura. Las nubes cubrían el cielo y la luna no se veía por ninguna parte. Yo tendría siete, tal vez ocho años. Nunca fui lo que se dice un niño valiente ni atrevido, aunque sí curioso, pues a veces gustaba de explorar horizontes desconocidos.
 Con estos precedentes, salí esa noche de casa, solo. Me aparté de la puerta y de la única luz que alumbraba la calle y me dirigí hacia la solitaria calleja que había unos metros más abajo con la intención de hacer mis necesidades más elementales y perentorias. En la época en que me sucedió lo que aquí voy a contar, tan solo los más afortunados tenían en sus casas cuartos de baño o algo que se le pareciera.
 Caminaba sin prisas, lentamente. Iba calculando cada paso que daba ya que éstos me alejaban cada vez más de la mísera bombilla que a duras penas alumbraba  la fachada de la casa donde estaba ubicada,  hacia la mitad de la calle. El escaso haz de luz dibujaba en el suelo un círculo de no más de cuatro o cinco metros de diámetro. Tal efecto se conseguía porque a alguien se le había ocurrido la  “feliz” idea de colocarle encima una especie de plato, pensando, tal vez, que así intensificaría  su capacidad lumínica, y el resultado no pudo ser más negativo. Tan sólo una legión de mosquitos en el aire y otra de escarabajos peloteros en el círculo del suelo, solían beneficiarse de su luminosidad.
  Fuera de esta zona, o sea, el resto de la calle, permanecía en penumbra primero y en total oscuridad a medida que uno se alejaba de la dichosa bombilla tanto por la parte de arriba  como por la de abajo. Aquí era donde me encontraba yo  puesto que mi casa era la última por esta parte de abajo y  más abajo todavía, estaba la calleja hacia la cual dirigía mis angustiados y a la vez apremiantes pasos. Como habréis podido ya deducir, la oscuridad reinante en la maldita calleja era total.

 Tan sólo había dado tres pasos hacia mi objetivo y ya me volvía clavando mis ojos en la bombilla solitaria. Así permanecí un rato, fijo en ella y con unos deseos enormes de correr hacia donde estaba y alejarme de la oscuridad que se abría ante mí. Pero, por otra parte, las ganas arreciaban y comprendía que el camino correcto no era el de la luz sino el de la oscuridad.
 Me armé de valor y comencé de nuevo a caminar hacia la tenebrosa calleja. Me animé pensando que, con lo apurado que estaba, la operación no iba a durar mucho y así, en pocos minutos, podría regresar al confortable hogar donde me aguardaba el calor de la lumbre y la seguridad familiar. Por lo tanto, lo único que me quedaba por hacer era dar unos pasos más, doblar la esquina, entrar un poco en la calleja –muy poco- y allí mismo, sin pérdida de tiempo, bajarme los pantalones y ...listo. Después me limpiaría con lo primero que encontrara, me levantaría, me subiría mis pantalones y...¡a correr hacia mi casa!. Tampoco era tan difícil; no había que darle tantas vueltas. Y al final demostraría a todos que por fin había sido capaz de ir yo sólo a la calleja, de noche. Mi padre, sobre todo él, se sentiría orgulloso de mí y mi hermana se moriría de envidia porque ella no era capaz ni tan siquiera de ir al corral de nuestra casa después del anochecer.
  Mientras pensaba todo lo anterior, conseguí dar como cuatro o cinco pasos más. La esquina no podía estar lejos ya, aunque parecía como si se la hubieran llevado más abajo todavía. Me moví de nuevo y, al segundo paso noté que mi mano tocaba el borde de la pared y supe que había llegado. Permanecí por un instante quieto, sin atreverme a dar el siguiente paso. Era como si necesitara de una táctica especial para llegar a mi objetivo.  No me atrevía a penetrar en la calleja de golpe, sin pensármelo, y decidí que lo más sensato sería hacerlo poco a poco.
  Primero asomaría un poco la cabeza para ver –o mejor para oir, porque ver, lo que se dice ver, se veía más bien poco- si había algo extraño en la calleja.

Lentamente comencé a realizar la prudente maniobra adelantando, a la vez que la cabeza, mi pierna izquierda. Pero la suerte me jugó una mala pasada ya que al  apoyar el pie que había levantado lo hice justamente sobre el bordillo de la acera con lo cual perdí el equilibrio. Para evitar caerme, no tuve más remedio que impulsar mi cuerpo hacia adelante. El brusco impulso me obligó a dar como tres pasos más y, cuando me paré en seco, comprobé con horror que estaba situado justo en el medio de la entrada al callejón.
Allí permanecí parado un tiempo, con la cabeza agachada mirando el suelo, sin ser capaz de levantarla. Lo brusco del movimiento había echado por tierra mis planes de aproximación lenta y ello había provocado el que mi corazón se acelerara y golpeara mi pecho con más fuerza de lo normal. Yo bien que oía sus latidos en el inmenso silencio de la noche.
 Poco a poco me fui calmando. Abrí los ojos que seguían mirando al suelo, un suelo invisible, negro...Comencé, con mucha cautela, a levantar la cabeza para escudriñar la oscuridad y fue entonces cuando,  de pronto, ....¡LOS VÍ!
           Un sudor frío empapó todo mi cuerpo a la vez que una imparable temblona de piernas hacía que se moviera todo él sin control. Estaba temblando de miedo como jamás lo hubiera imaginado. Un grito desgarrador salió de mi garganta rompiendo en pedazos el angustioso silencio de la noche.

                                    
                               
                                               -II-

 ¿Qué era aquello? ¿De dónde habían salido?. Estaba tan aterrorizado que ni siquiera se me ocurrió darme la vuelta y salir corriendo. Y, aunque se me hubiera ocurrido, estoy seguro de que mis piernas no me habrían obedecido.
  No podía, a pesar de todo, apartar los ojos de aquello. Eran tres figuras totalmente blancas que resaltaban de forma fantasmal en la oscuridad. Estaban a unos quince metros de mí y eran humanos, no había duda. Eran tres hombrecillos de aspecto grotesco: Uno bajo y rechoncho. Otro más alto y estilizado. Y el tercero era más bajo aún que el primero y parecía darle la mano al alto; podía tratarse de un niño.
  Los tres estaban muy próximos entre sí y a ninguno de ellos se le distinguía bien la forma de la cabeza, por lo que deduje que debían de llevar una especie de capucha negra sobre ellas. Además, dos de ellos no tenían piernas o, al menos, no se apreciaba separación entre ellas, cosa que sí se apreciaba en el alto y delgado.
  Por supuesto que todas estas apreciaciones desfilaron por mi cabeza a la velocidad del rayo pues, una vez que los ví, ya fui incapaz de apartar mis ojos de ellos. Yo seguía allí clavado al suelo, incapaz de mover un solo músculo. Ellos, que hasta ahora habían permanecido quietos, comenzaron a moverse muy lentamente. Se movían, no hacia mí sino lateralmente y los tres a la vez, de forma totalmente sincronizada.
Era un movimiento lento pero constante. Hacía un lado primero y hacia el otro lado después. Rítmico, lento,.. Y yo allí, frente a ellos, temblando...
 De pronto, y como si de un solo indivíduo se tratara, el movimiento empezó a coger velocidad. Poco a poco se fue acelerando siempre en el mismo sentido y dirección. Izquierda, derecha, izquierda, derecha,...Era una especie de danza macabra totalmente sincronizada que cada vez iba más rápida. Allí, los tres ante mí agarrados de las manos y moviéndose cada vez más deprisa: ¡Izquierda, derecha, izquierda, derecha,.....!
  Cuando fui consciente del ritmo que habían cogido, mis piernas comenzaron a imitarlos y también aumentaron de forma considerable el ritmo de la temblona. Aquello era ya imparable y agotador a la vez. De mi garganta salió un segundo grito si cabe más feroz y desgarrado que el primero. ¡Izquierda, derecha, izquierda, derecha,....un, dos, un, dos,...!
 Y ya, no sólo se movían en horizontal frente a mí, sino que hasta se me antojaba que en sus rítmicos movimientos se me iban acercando poco a poco, poco a poco,.....
 Cuando estaba apunto de gritar por tercera vez, alguien pronunció mi nombre a mis espaldas:
 -Santi, ¿qué te pasa? ¿Por qué gritas?.
    Era mi padre. Lo reconocí enseguida por la voz pero no me volví. No podía volver ni tan siquiera la cabeza. Estaba totalmente paralizado. Tan sólo acerté a levantar el brazo derecho para, sin articular palabra, señalar hacia las extrañas figuras que seguían con su vaivén vertiginoso.
-¿Qué señalas? ¿Qué es eso? –Mi madre también había llegado y mi hermana. Y varios vecinos, todos atraídos por mis gritos.
 Por fin pude decir algo:
 -¡Eso! ¿Es que no los veis? ¡Esos hombres blancos, los enanos! ¡Se mueven y vienen a por mí....!
 -¿Qué hombres?.Yo no veo nada –decía mi padre. Tal vez trata de calmarme, pensé yo.
Alguien trajo una luz. Quizás un candil o una linterna, no recuerdo bien. Alumbró la calleja elevando la luz sobre nuestras cabezas. Esta dio de lleno sobre las grotescas figuras y....entonces, toda la sangre caliente que circulaba por mi torturado cuerpo a toda velocidad, se paró de golpe como si se hubiese helado dentro de mis venas. Un sudor aún más frío se apoderó de mi. Era ese frío húmedo que taladra hasta los huesos cuando descubres de pronto la terrible realidad. Era el frío del ridículo y de la vergüenza....

   ...Y es que allí, frente a mí, lo único que había era una hermosa y pacífica vaca suiza frotando afanosamente su voluminoso cuerpo sobre una esquina que hacía la pared de piedra que limitaba la calleja. Allí estaba aquel animal solitario de negro cuerpo con tres enormes manchas blancas en su costado. Esos eran mis fantasmas agarrados de las manos.
 Y allí seguía yo, paralizado, deseando y pidiendo que se abriera la tierra a mis pies y que me tragara y así dejar de oir esas primeras risitas que, tímidamente al principio y francas después, comenzaban a sentirse a mis espaldas. Unas risas que, yo estaba seguro de ello, irían creciendo en cantidad y en volumen y que probablemente seguirían resonando por el barrio durante unos cuantos días más, tal vez semanas...
-Anda Santi, termina de hacer tus necesidades, hijo, que yo te espero aquí.
-No, padre. Ya se me han quitado las ganas. Vámonos a casa.
   Aquella noche tardé en dormirme más de lo habitual. Y es que en cuanto cerraba los ojos, veía con toda nitidez tres figuras grotescas vestidas de blanco que, agarradas de las manos, ejecutaban una trepidante danza macabra que me seguía oprimiendo el corazón.


                                                         Cáceres. Julio,  2001.