jueves, 13 de diciembre de 2018

La hermana Inocencia

                 

                                   
La hermana Inocencia es andaluza, de Cádiz, pero por circunstancias de la vida, vive y trabaja en un pueblo de la provincia de Cáceres impartiendo clases de Religión en el Colegio Público de la localidad. Como buena gaditana, es de carácter alegre y disfruta con la música y el cante, pero es muy estricta en su trato con los niños. Piensa que los niños de ahora están demasiado "sueltos" y hay que volver a "domesticarlos" llevándolos por la senda del Señor.

Su sueldo, como profesora de Religión, es escaso. En parte por esa razón y en parte porque es de por sí bastante tacaña, vive de forma modesta, sin caprichos, en una casita propiedad del obispado y anexa a la iglesia, por la que paga al mes un alquiler simbólico. Le gustaría viajar y ver mundo, algo que no se puede permitir y todo su entretenimiento consiste en tomarse un cafetito de vez en cuando, pero sólo si la invitan.

Una tarde de final de curso, cuando más tarea tenía, llaman a su puerta. Abre y se encuentra con un hombre de aspecto sucio y desaliñado:

-Buenas tardes, hermana. ¿podría darle una limosna a este siervo de Dios que lleva dos días sin comer?

-Pues mire usted, hermano, dinero no puedo darle porque soy muy pobre pero si quiere comida ahora mismo le traigo...

-Gracias hermana, pero lo que yo necesito es un poco de dinero, unas moneditas  para mis gastos personales.

-Cuanto lo siento hermano, pero mi sueldo es escaso y no puedo darle nada. La vida está muy cara.

-Vamos hermana, sólo unas moneditas...

La hermana Inocencia empezaba a estar ya algo cansada  de aquel mendigo que sólo sabía pedir y comenzó a alterarse su ánimo, algo que solamente le ocurría en clase.

-Mire usted, buen hombre, si quiere un trozo de pan y unas croquetas que tengo en el frigorífico, se las doy ahora  mismo. Pero de dinero, ni hablar, no puedo darle...¿quiere el pan y las croquetas?

-Vale hermana, si no hay otra cosa, venga ese pan.

La hermana entra y vuelve con media barra de pan del día anterior y un taper con cuatro croquetas que le sobraron de la cena.
El mendigo las coge pero antes de irse insiste de nuevo:

-Gracias hermana, pero...¿de veras no puede usted darme ni unas moneditas?

Bastante acalorada ya:

-Mire usted buen hombre, ya le he dicho que no, así que haga el favor de marcharse. Coja la bicicleta y váyase que ya tiene para la cena de esta noche...

El mendigo, al oír la palabra bicicleta y ver el brazo de la hermana extendido señalando, giró la cabeza y vio apoyada en la verja de la iglesia una bicicleta totalmente nueva. Sin pensárselo dos veces, dio las gracias de nuevo y como un rayo se fue para la bicicleta, se montó en ella y salió de allí como alma que lleva el diablo.
La hermana respiró  por fin tranquila aunque se extrañó de las prisas con que se había marchado el mendigo.
Cerró la puerta y volvió con sus tareas de final de curso.


No habían pasado ni quince minutos cuando volvió a oír el timbre. Se levantó resignada y fue a abrir temiendo que volviera de nuevo el mendigo. Pero no, era una chica joven y bastante apurada:

-Hermana, perdone que la moleste pero, ¿por casualidad no ha visto usted una bicicleta que dejé aquí apoyada en la verja? Me la regaló ayer mi padre, por mi cumpleaños...

-¡Aaaahhhhh! ¿Una bicicleta dices?

-Sí, hermana. La dejé aquí junto a la verja, sin seguro ni nada porque en el pueblo nunca desaparece nada. Yo es que he estado dando catequesis a los pequeños en la iglesia y...

-¡Aaaahhhh! ¿Pero era tuya la bicicleta?

-Sí hermana, era mía...¿la ha visto?

-Ay hija, cuanto lo siento. Me vas a perdonar pero vino un mendigo muy pesado y pensé que era suya y le dije que la cogiera y se fuera...y se la llevó.

-¡Noooo...! ¿Pero cómo ha hecho usted semejante cosa?

-Ah, hija. ¿Cómo iba yo a saber que la bicicleta era tuya?

Cuando la chica llegó a su casa y se lo contó a su padre, un hombre con  muy malas pulgas, ateo de nacimiento y enemigo acérrimo de curas y monjas, se fue como un cohete al cuartelillo de la guardia civil a denunciar a la hermana.

Al día siguiente, la hermana Inocencia fue llamada a declarar y en su defensa dijo:

-Mire usted, soy inocente. Pensé que la bicicleta era del mendigo. El pobre estaba tan desmejorado, tan desnutrido, que no me lo imaginaba yendo a pie por esas carreteras, de pueblo en pueblo.

Tras un juicio rápido, la hermana fue condenada a pagar los 600 euros que costó la bicicleta con la condición de que si esta aparecía en buen estado, se los devolverían.

Y la hermana Inocencia salió del juzgado de guardia totalmente arrepentida de no haberle dado al mendigo al menos un par de euros. Se hubiera marchado en seguida y no la habría alterado como la alteró con su insistencia.

Por supuesto, la bicicleta no apareció jamás y la hermana Inocencia tuvo que aguantar, además de una vida más sacrificada que antes por la pérdida de los 600 euros, la burla de sus compañeros y hasta de los alumnos. Todos coincidían en que nunca un nombre estuvo mejor puesto que el de esta hermana de origen andaluz.



jueves, 13 de septiembre de 2018

Pétalos



La primavera estaba en todo su esplendor. Ese día se levantó temprano y, embriagado por la calidez y la luminosidad de la mañana, salió al patio y cortó diez rosas rojas del rosal más grande del jardín. Luego, hizo con ellas un ramo y corrió a ofrecérselas a su amada.Pero, cuando llegó hasta ella, las rosas habían perdido por el camino casi todos sus pétalos y tan sólo quedaban entre sus manos los tallos con espinas. Cuando ella vio el extraño ramo, se enfadó, montó en cólera y pataleó.
Él le dijo que no tenía culpa alguna de que las rosas fueran flores tan delicadas, que lo que importaba era la intención. Pero ella no le escuchó y le dijo que se marchara…para siempre.

A él no le quedó otra opción que recorrer el camino de vuelta hasta su casa. Y allá se fue con el ramo de tallos en la mano, caminando por el sendero de pétalos que las rosas se habían ido dejando en la ida.
Y, sin saber muy bien por qué, en ese preciso momento, mientras aspiraba  el delicioso aroma de los pétalos caídos, se sintió el hombre más feliz del mundo...


Ahora, al cabo de los años, cuando sale al jardín en primavera, corta una rosa roja, la huele intensamente y luego va arrancando uno por uno sus pétalos para lanzarlos al aire. Y a cada pétalo que corta lo acompaña con un susurro apenas perceptible donde  cualquier oído fino  podría oír con toda claridad la palabra gracias...

sábado, 24 de marzo de 2018

Esta vez el cartero sólo llamó una vez




                        Fotograma de "El cartero siempre llama dos veces" (1981) con 
                                Jack Nicholson y Jessica Lange como protagonistas.



Al bajar del taxi, la emoción le embargaba y no podía sujetar los latidos de su corazón. Habían pasado dos largos años desde la última vez que estuvo en casa y se moría de ganas de abrazar a su joven esposa. La vida en el ejército había sido muy dura para él. Pero ya acabó todo. Un inoportuno atentado talibán había terminado con su carrera militar y lo había devuelto a la vida civil.

Cuando estuvo ante la puerta, pulsó el timbre con impaciencia.
La puerta se abrió enseguida, no hizo falta volver a llamar.
Y allí, delante de su excitado cuerpo, apareció ella. Radiante, hermosa. Entró. Arrojó su equipaje en cualquier parte y se abrazó a ella con toda la fuerza que había ido acumulando en estos dos años sin verla. Y así, abrazados, y con sus labios sellando los de ella, avanzaron por el pasillo camino del dormitorio.

Pero al llegar a la puerta de la habitación, se paró en seco.
La noche anterior a la partida, allá en Afganistán, les proyectaron la película "El cartero siempre llama dos veces",la de Jack Nicholson y Jessica Lange. Y, aunque ya la había visto antes, volvió a quedar impresionado por la famosa escena de amor sobre la mesa de la cocina. Y recordó que le había dicho al compañero que tenía al lado:

-Lo primero que haré cuando llegue a casa será hacerle el amor a mi chica igual que Nicholson, sobre la mesa de la cocina.

Y hacia allí la empujó sin poder separar sus labios de los de ella que, por cierto, ni tiempo había tenido para decir esta boca es mía.

Entraron en la cocina. Él se separó de ella un segundo y se dirigió a la mesa que estaba llena de platos ,tazas, vasos y cubiertos. De un manotazo, lo arrojó todo al suelo con gran estrépito y, cogiendo de nuevo a su chica por la cintura, la subió a la mesa y la tendió sobre ella todo lo larga que era.
A continuación, y con la rapidez del rayo, se quitó los pantalones y los arrojó a lo más alto del frigorífico tirando al suelo un jarrón de porcelana que se hizo añicos. Acto seguido y de un ágil salto, se encaramó a la mesa aterrizando sobre el cuerpo, algo magullado ya, de su amada. Y entonces ocurrió algo inesperado. La mesa comenzó a crujir. Primero se movió hacia un lado. Luego hacia el otro. Y al final terminó haciendo el mismo ruido que hacen los troncos de los árboles al troncharse por efecto de la sierra. Rotas y desencajadas las patas, la mesa terminó cayendo al suelo de la cocina con un golpe seco y arrastrando con ella a los dos amantes. El gato, capado y sobrado de kilos, que acostumbraba a dormitar bajo la mesa, tuvo el tiempo justo de salir por patas y encaramarse sobre el fregadero desde donde observaba la escena con los ojos como platos sin comprender muy bien qué estaba pasando.

Él, algo frustrado pero aún encima de ella, la miró con atención por primera vez y, en ese mismo momento, palideció y deseó que se lo tragara la tierra...Y como en una película a cámara rápida, volvió a pasar por su cabeza toda la escena del desgraciado atentado que lo había dejado casi ciego y que, según los médicos que lo trataron, le había afectado también al cerebro, sobre todo a la parte donde reside la facultad de la memoria. Desde ese día, tiene lagunas importantes y olvidos imperdonables.

Sólo acertó a decir "perdón" con un hilo de voz apenas perceptible mientras se apartaba de ella para buscar sus pantalones. Mientras tanto ella, con los ojos muy abiertos, lo miraba sin ser capaz de articular palabra.

Mientras se ponía los pantalones lo comprendió todo. Y recordó que un mes atrás su mujer le había escrito una carta diciéndole que se iba a vivir con su madre porque se sentía muy sola en esta casa que habían alquilado nada más casarse. Y fue entonces y solo entonces cuando comprendió que esta ya no era su casa. Y que la mujer que seguía despatarrada en el suelo de la cocina mirándolo incrédula entre trozos de vajilla de porcelana fina y de madera tronchada, no era su mujer sino alguien que no había visto en la vida.

Acababa de ponerse los pantalones cuando sonó un portazo y, a continuación, una voz de hombre que con entusiasmo gritaba:

-¡Cariño, ya estoy en casa...!


                                                                                   Marzo-2013

viernes, 9 de marzo de 2018

Esperando el tren




¡Qué distinto el paisaje y el momento de aquel otro del pasado mes de abril, cuando llegué feliz y enamorada. Todo el pueblo vino a la estación a recibirme. Pareciera entonces que el mundo se rendía a mis pies de novia ilusionada. Y aquí estoy. En sólo siete meses todo se ha ido a pique, todo se ha derrumbado. Hasta el clima se ha unido a mi decepción para darme algo de compañía. Y es que yo no soy más que una mujer inofensiva e indefensa que sólo busca amar y ser amada sin hacer daño a nadie.

¡Que rabia siento al pensar en él y en su traición! Me dejó abandonada como a un trasto viejo en aquel solitario caserón a las afueras del pueblo. Al principio, todo eran atenciones, todo alegría. Pero muy pronto comenzó a retrasar su vuelta a casa. Fue durante el verano. Se pasaba las horas en ese maldito bar. Y, cuando de madrugada llegaba a casa, venía tan agotado que ni me despertaba.

¡Qué desilusión y qué vida tan triste!

Me sentía tan sola, tan tristemente sola y amargada que, el día en que el joven cartero llamó a mi puerta, me lo notó en la cara. Y así se lo conté. Que ya no soportaba más la soledad. Que yo no había nacido para cuidar de una casa tan grande, tan vacía, tan fría...
Y él, tan cortés y educado, me hacía compañía. Se quedaba conmigo un rato cada día. Y cada vez más tiempo. Hasta que llegó el día en que besó mi mano. Y yo, me estremecí. Y, cuando se dio cuenta que yo cerré mis ojos, él se atrevió a besar los rizos de mi pelo. Y después, el blanco nacarado de mi cuello. Y, cuando al fin besó el rojo intenso de mis labios, creí morir de amor. Y me amó con pasión y me sentí por fin querida y valorada.

Pero claro, en un pueblucho como este, todo termina por saberse.
Y así llegó a oídos de mi marido mi romance con el cartero. Y como es un salvaje, rápidamente se fue a por el joven con la intención de darle una paliza.¡Ah, pero mi joven cartero no se dejó pegar y la paliza se la llevó él!.Ahora está en el hospital con un montón de huesos rotos. Y yo aquí, esperando el tren bajo la lluvia. Abandonada por todos sin ser culpable de nada. Porque si hay algún culpable en esto, ese es él, mi marido. Porque yo no nací para vivir al lado de un pringao de oficio tabernero. Y menos para pasarme el día junto a él en la taberna preparando raciones o atendiendo a los clientes tras la barra. Porque yo soy una reina que nací para amar y ser amada y él sólo me amaba los domingos. Y es que mi gran error fue enamorarme de un autónomo esclavo de un negocio. De un pobre diablo que, en los tiempos que corren, es carne de cañón.¡Ay, de haber conocido antes a mi cartero! Él es un funcionario. Nunca le faltaría la paga de cartero y siempre volvería a casa tras su jornada, a una hora razonable, para ponerme los sellos y los timbres en el sitio adecuado cada día...

Lo malo es que él ya estaba casado y, aunque se lo estaba pensando ,le costaba dejar a su mujer para fugarse conmigo. Aunque mejor que no hubiera tenido tantos escrúpulos porque de todas formas su mujer lo ha dejado al enterarse de lo nuestro. O quizás la muy hipócrita  lo ha dejado al enterarse de que le han abierto un expediente en el trabajo por incumplimiento y escándalo público y que lo más probable es que lo despidan . No sé. El caso es que ahora ya, sin trabajo, tampoco me interesa a mí. Otro pringao más. Y es que yo no nací para ser pobre.

Ahí llega el tren. Me voy de este maldito pueblo donde me han tratado tan mal. A mí, una mujer tan frágil e inofensiva como soy yo, que nunca he hecho mal a nadie...



                                                                     Diciembre-2012

viernes, 16 de febrero de 2018

LA CALLEJA


                                                    -I-


 Aunque sólo estábamos a principio del otoño, la noche era muy oscura. Las nubes cubrían el cielo y la luna no se veía por ninguna parte. Yo tendría siete, tal vez ocho años. Nunca fui lo que se dice un niño valiente ni atrevido, aunque sí curioso, pues a veces gustaba de explorar horizontes desconocidos.
 Con estos precedentes, salí esa noche de casa, solo. Me aparté de la puerta y de la única luz que alumbraba la calle y me dirigí hacia la solitaria calleja que había unos metros más abajo con la intención de hacer mis necesidades más elementales y perentorias. En la época en que me sucedió lo que aquí voy a contar, tan solo los más afortunados tenían en sus casas cuartos de baño o algo que se le pareciera.
 Caminaba sin prisas, lentamente. Iba calculando cada paso que daba ya que éstos me alejaban cada vez más de la mísera bombilla que a duras penas alumbraba  la fachada de la casa donde estaba ubicada,  hacia la mitad de la calle. El escaso haz de luz dibujaba en el suelo un círculo de no más de cuatro o cinco metros de diámetro. Tal efecto se conseguía porque a alguien se le había ocurrido la  “feliz” idea de colocarle encima una especie de plato, pensando, tal vez, que así intensificaría  su capacidad lumínica, y el resultado no pudo ser más negativo. Tan sólo una legión de mosquitos en el aire y otra de escarabajos peloteros en el círculo del suelo, solían beneficiarse de su luminosidad.
  Fuera de esta zona, o sea, el resto de la calle, permanecía en penumbra primero y en total oscuridad a medida que uno se alejaba de la dichosa bombilla tanto por la parte de arriba  como por la de abajo. Aquí era donde me encontraba yo  puesto que mi casa era la última por esta parte de abajo y  más abajo todavía, estaba la calleja hacia la cual dirigía mis angustiados y a la vez apremiantes pasos. Como habréis podido ya deducir, la oscuridad reinante en la maldita calleja era total.

 Tan sólo había dado tres pasos hacia mi objetivo y ya me volvía clavando mis ojos en la bombilla solitaria. Así permanecí un rato, fijo en ella y con unos deseos enormes de correr hacia donde estaba y alejarme de la oscuridad que se abría ante mí. Pero, por otra parte, las ganas arreciaban y comprendía que el camino correcto no era el de la luz sino el de la oscuridad.
 Me armé de valor y comencé de nuevo a caminar hacia la tenebrosa calleja. Me animé pensando que, con lo apurado que estaba, la operación no iba a durar mucho y así, en pocos minutos, podría regresar al confortable hogar donde me aguardaba el calor de la lumbre y la seguridad familiar. Por lo tanto, lo único que me quedaba por hacer era dar unos pasos más, doblar la esquina, entrar un poco en la calleja –muy poco- y allí mismo, sin pérdida de tiempo, bajarme los pantalones y ...listo. Después me limpiaría con lo primero que encontrara, me levantaría, me subiría mis pantalones y...¡a correr hacia mi casa!. Tampoco era tan difícil; no había que darle tantas vueltas. Y al final demostraría a todos que por fin había sido capaz de ir yo sólo a la calleja, de noche. Mi padre, sobre todo él, se sentiría orgulloso de mí y mi hermana se moriría de envidia porque ella no era capaz ni tan siquiera de ir al corral de nuestra casa después del anochecer.
  Mientras pensaba todo lo anterior, conseguí dar como cuatro o cinco pasos más. La esquina no podía estar lejos ya, aunque parecía como si se la hubieran llevado más abajo todavía. Me moví de nuevo y, al segundo paso noté que mi mano tocaba el borde de la pared y supe que había llegado. Permanecí por un instante quieto, sin atreverme a dar el siguiente paso. Era como si necesitara de una táctica especial para llegar a mi objetivo.  No me atrevía a penetrar en la calleja de golpe, sin pensármelo, y decidí que lo más sensato sería hacerlo poco a poco.
  Primero asomaría un poco la cabeza para ver –o mejor para oir, porque ver, lo que se dice ver, se veía más bien poco- si había algo extraño en la calleja.

Lentamente comencé a realizar la prudente maniobra adelantando, a la vez que la cabeza, mi pierna izquierda. Pero la suerte me jugó una mala pasada ya que al  apoyar el pie que había levantado lo hice justamente sobre el bordillo de la acera con lo cual perdí el equilibrio. Para evitar caerme, no tuve más remedio que impulsar mi cuerpo hacia adelante. El brusco impulso me obligó a dar como tres pasos más y, cuando me paré en seco, comprobé con horror que estaba situado justo en el medio de la entrada al callejón.
Allí permanecí parado un tiempo, con la cabeza agachada mirando el suelo, sin ser capaz de levantarla. Lo brusco del movimiento había echado por tierra mis planes de aproximación lenta y ello había provocado el que mi corazón se acelerara y golpeara mi pecho con más fuerza de lo normal. Yo bien que oía sus latidos en el inmenso silencio de la noche.
 Poco a poco me fui calmando. Abrí los ojos que seguían mirando al suelo, un suelo invisible, negro...Comencé, con mucha cautela, a levantar la cabeza para escudriñar la oscuridad y fue entonces cuando,  de pronto, ....¡LOS VÍ!
           Un sudor frío empapó todo mi cuerpo a la vez que una imparable temblona de piernas hacía que se moviera todo él sin control. Estaba temblando de miedo como jamás lo hubiera imaginado. Un grito desgarrador salió de mi garganta rompiendo en pedazos el angustioso silencio de la noche.

                                    
                               
                                               -II-

 ¿Qué era aquello? ¿De dónde habían salido?. Estaba tan aterrorizado que ni siquiera se me ocurrió darme la vuelta y salir corriendo. Y, aunque se me hubiera ocurrido, estoy seguro de que mis piernas no me habrían obedecido.
  No podía, a pesar de todo, apartar los ojos de aquello. Eran tres figuras totalmente blancas que resaltaban de forma fantasmal en la oscuridad. Estaban a unos quince metros de mí y eran humanos, no había duda. Eran tres hombrecillos de aspecto grotesco: Uno bajo y rechoncho. Otro más alto y estilizado. Y el tercero era más bajo aún que el primero y parecía darle la mano al alto; podía tratarse de un niño.
  Los tres estaban muy próximos entre sí y a ninguno de ellos se le distinguía bien la forma de la cabeza, por lo que deduje que debían de llevar una especie de capucha negra sobre ellas. Además, dos de ellos no tenían piernas o, al menos, no se apreciaba separación entre ellas, cosa que sí se apreciaba en el alto y delgado.
  Por supuesto que todas estas apreciaciones desfilaron por mi cabeza a la velocidad del rayo pues, una vez que los ví, ya fui incapaz de apartar mis ojos de ellos. Yo seguía allí clavado al suelo, incapaz de mover un solo músculo. Ellos, que hasta ahora habían permanecido quietos, comenzaron a moverse muy lentamente. Se movían, no hacia mí sino lateralmente y los tres a la vez, de forma totalmente sincronizada.
Era un movimiento lento pero constante. Hacía un lado primero y hacia el otro lado después. Rítmico, lento,.. Y yo allí, frente a ellos, temblando...
 De pronto, y como si de un solo indivíduo se tratara, el movimiento empezó a coger velocidad. Poco a poco se fue acelerando siempre en el mismo sentido y dirección. Izquierda, derecha, izquierda, derecha,...Era una especie de danza macabra totalmente sincronizada que cada vez iba más rápida. Allí, los tres ante mí agarrados de las manos y moviéndose cada vez más deprisa: ¡Izquierda, derecha, izquierda, derecha,.....!
  Cuando fui consciente del ritmo que habían cogido, mis piernas comenzaron a imitarlos y también aumentaron de forma considerable el ritmo de la temblona. Aquello era ya imparable y agotador a la vez. De mi garganta salió un segundo grito si cabe más feroz y desgarrado que el primero. ¡Izquierda, derecha, izquierda, derecha,....un, dos, un, dos,...!
 Y ya, no sólo se movían en horizontal frente a mí, sino que hasta se me antojaba que en sus rítmicos movimientos se me iban acercando poco a poco, poco a poco,.....
 Cuando estaba apunto de gritar por tercera vez, alguien pronunció mi nombre a mis espaldas:
 -Santi, ¿qué te pasa? ¿Por qué gritas?.
    Era mi padre. Lo reconocí enseguida por la voz pero no me volví. No podía volver ni tan siquiera la cabeza. Estaba totalmente paralizado. Tan sólo acerté a levantar el brazo derecho para, sin articular palabra, señalar hacia las extrañas figuras que seguían con su vaivén vertiginoso.
-¿Qué señalas? ¿Qué es eso? –Mi madre también había llegado y mi hermana. Y varios vecinos, todos atraídos por mis gritos.
 Por fin pude decir algo:
 -¡Eso! ¿Es que no los veis? ¡Esos hombres blancos, los enanos! ¡Se mueven y vienen a por mí....!
 -¿Qué hombres?.Yo no veo nada –decía mi padre. Tal vez trata de calmarme, pensé yo.
Alguien trajo una luz. Quizás un candil o una linterna, no recuerdo bien. Alumbró la calleja elevando la luz sobre nuestras cabezas. Esta dio de lleno sobre las grotescas figuras y....entonces, toda la sangre caliente que circulaba por mi torturado cuerpo a toda velocidad, se paró de golpe como si se hubiese helado dentro de mis venas. Un sudor aún más frío se apoderó de mi. Era ese frío húmedo que taladra hasta los huesos cuando descubres de pronto la terrible realidad. Era el frío del ridículo y de la vergüenza....

   ...Y es que allí, frente a mí, lo único que había era una hermosa y pacífica vaca suiza frotando afanosamente su voluminoso cuerpo sobre una esquina que hacía la pared de piedra que limitaba la calleja. Allí estaba aquel animal solitario de negro cuerpo con tres enormes manchas blancas en su costado. Esos eran mis fantasmas agarrados de las manos.
 Y allí seguía yo, paralizado, deseando y pidiendo que se abriera la tierra a mis pies y que me tragara y así dejar de oir esas primeras risitas que, tímidamente al principio y francas después, comenzaban a sentirse a mis espaldas. Unas risas que, yo estaba seguro de ello, irían creciendo en cantidad y en volumen y que probablemente seguirían resonando por el barrio durante unos cuantos días más, tal vez semanas...
-Anda Santi, termina de hacer tus necesidades, hijo, que yo te espero aquí.
-No, padre. Ya se me han quitado las ganas. Vámonos a casa.
   Aquella noche tardé en dormirme más de lo habitual. Y es que en cuanto cerraba los ojos, veía con toda nitidez tres figuras grotescas vestidas de blanco que, agarradas de las manos, ejecutaban una trepidante danza macabra que me seguía oprimiendo el corazón.


                                                         Cáceres. Julio,  2001.