La hermana Inocencia es andaluza, de Cádiz, pero por circunstancias de la vida, vive y trabaja en un pueblo de la provincia de Cáceres impartiendo clases de Religión en el Colegio Público de la localidad. Como buena gaditana, es de carácter alegre y disfruta con la música y el cante, pero es muy estricta en su trato con los niños. Piensa que los niños de ahora están demasiado "sueltos" y hay que volver a "domesticarlos" llevándolos por la senda del Señor.
Su
sueldo, como profesora de Religión, es escaso. En parte por esa razón y en
parte porque es de por sí bastante tacaña, vive de forma modesta, sin
caprichos, en una casita propiedad del obispado y anexa a la iglesia, por la
que paga al mes un alquiler simbólico. Le gustaría viajar y ver mundo, algo que
no se puede permitir y todo su entretenimiento consiste en tomarse un cafetito
de vez en cuando, pero sólo si la invitan.
Una tarde de final de curso, cuando más tarea tenía, llaman a su puerta. Abre y
se encuentra con un hombre de aspecto sucio y desaliñado:
-Buenas tardes, hermana. ¿podría darle una limosna a este siervo de Dios que lleva dos días sin comer?
-Pues
mire usted, hermano, dinero no puedo darle porque soy muy pobre pero si quiere
comida ahora mismo le traigo...
-Gracias
hermana, pero lo que yo necesito es un poco de dinero, unas moneditas
para mis gastos personales.
-Cuanto
lo siento hermano, pero mi sueldo es escaso y no puedo darle nada. La vida está
muy cara.
-Vamos
hermana, sólo unas moneditas...
La
hermana Inocencia empezaba a estar ya algo cansada de aquel mendigo que
sólo sabía pedir y comenzó a alterarse su ánimo, algo que solamente le ocurría
en clase.
-Mire usted, buen hombre, si quiere un trozo de pan y unas croquetas que tengo en el frigorífico, se las doy ahora mismo. Pero de dinero, ni hablar, no puedo darle...¿quiere el pan y las croquetas?
-Vale hermana,
si no hay otra cosa, venga ese pan.
La
hermana entra y vuelve con media barra de pan del día anterior y un taper con
cuatro croquetas que le sobraron de la cena.
El
mendigo las coge pero antes de irse insiste de nuevo:
-Gracias
hermana, pero...¿de veras no puede usted darme ni unas moneditas?
Bastante
acalorada ya:
-Mire
usted buen hombre, ya le he dicho que no, así que haga el favor de marcharse. Coja
la bicicleta y váyase que ya tiene para la cena de esta noche...
El
mendigo, al oír la palabra bicicleta y ver el brazo de la hermana extendido
señalando, giró la cabeza y vio apoyada en la verja de la iglesia una bicicleta
totalmente nueva. Sin pensárselo dos veces, dio las gracias de nuevo y como un
rayo se fue para la bicicleta, se montó en ella y salió de allí como alma que
lleva el diablo.
La
hermana respiró por fin tranquila aunque se extrañó de las prisas con que
se había marchado el mendigo.
Cerró
la puerta y volvió con sus tareas de final de curso.
No
habían pasado ni quince minutos cuando volvió a oír el timbre. Se levantó
resignada y fue a abrir temiendo que volviera de nuevo el mendigo. Pero no, era
una chica joven y bastante apurada:
-Hermana,
perdone que la moleste pero, ¿por casualidad no ha visto usted una bicicleta
que dejé aquí apoyada en la verja? Me la regaló ayer mi padre, por mi
cumpleaños...
-¡Aaaahhhhh!
¿Una bicicleta dices?
-Sí,
hermana. La dejé aquí junto a la verja, sin seguro ni nada porque en el pueblo
nunca desaparece nada. Yo es que he estado dando catequesis a los pequeños en
la iglesia y...
-¡Aaaahhhh!
¿Pero era tuya la bicicleta?
-Sí
hermana, era mía...¿la ha visto?
-Ay
hija, cuanto lo siento. Me vas a perdonar pero vino un mendigo muy pesado y
pensé que era suya y le dije que la cogiera y se fuera...y se la llevó.
-¡Noooo...!
¿Pero cómo ha hecho usted semejante cosa?
-Ah,
hija. ¿Cómo iba yo a saber que la bicicleta era tuya?
Cuando la chica llegó a su casa y se lo contó a su padre, un hombre con muy malas pulgas, ateo de nacimiento y enemigo acérrimo de curas y monjas, se fue como un cohete al cuartelillo de la guardia civil a denunciar a la hermana.
Al día
siguiente, la hermana Inocencia fue llamada a declarar y en su defensa dijo:
-Mire
usted, soy inocente. Pensé que la bicicleta era del mendigo. El pobre estaba
tan desmejorado, tan desnutrido, que no me lo imaginaba yendo a pie por esas
carreteras, de pueblo en pueblo.
Tras un juicio rápido, la hermana fue condenada a pagar los 600 euros que costó la bicicleta con la condición de que si esta aparecía en buen estado, se los devolverían.
Y la
hermana Inocencia salió del juzgado de guardia totalmente arrepentida de no
haberle dado al mendigo al menos un par de euros. Se hubiera marchado en
seguida y no la habría alterado como la alteró con su insistencia.
Por supuesto, la bicicleta no apareció jamás y la hermana Inocencia tuvo que aguantar, además de una vida más sacrificada que antes por la pérdida de los 600 euros, la burla de sus compañeros y hasta de los alumnos. Todos coincidían en que nunca un nombre estuvo mejor puesto que el de esta hermana de origen andaluz.